lunes, 16 de julio de 2007

CADAVER EXQUISITO


ULTIMA PARTE
III


Celso quedó en topar más tarde a la bandota en el bar de la Titania, una bodeguita en la que sí tocaban rocanrol, pero estaba destinado a la desolación porque se ubica en el mero garibaldi, terreno vernáculo por excelencia. –sale bandota, reviéntese en la Titania, ahí le caigo más al raun. –pinche Ceslo, na´mas no llegas cabrón.
Celso ya había andado algunos pasos y sólo movió circularmente las manos como enrolando los reclamos de su cuate. Porque el bandota era su cuate, aún cuando Celso lo considerara primitivo en sus ideas y aferradamente rocanrolero. Una especie de ortodoxo irreductible de la vestimenta y devoción roquera. Sólo había dos vías para el bandota, pensó: O te gusta el rock o eres puto. Sonrió complaciendo esa ideología y dio vuelta en la calle de Brasil para andar esas callejuelas que cimbran los huesos de quien las camina. Cortó camino por una vecindad de dos salidas para llegar más rápido a la Conchita. La plaza surrealista nutrida de personajes dantescos y de la que centurialmente brotaban jazmines de asfalto como Diana, alias la flais.
Celso se sentó en las escaleras que daban al portón de la iglesia y ahí encendió su cigarro. Se tocó los huesos para comprobar que estaba vivo. Le parecía una condena regresar siempre a la Conchita y releer ahí la carta de la flais. Volvió a tentar el sobre para evocar esa fina cara en forma de cuchillo.
El recuerdo de lo que había empezado en esa misma plaza unos años atrás, arribó puntual a la cabeza de Celso, como cada vez que evocaba a Diana o la flais o Fidelia o como sea que se haya llamado.

El corazón se aceleró cabalgando al pasado, a ese momento en que La conchita todavía no era el basurero humano de hoy, cuando él mismo, pero unos años menos viejo, había fracasado en la lectura de sus poemas en el café bohemio de la avenida Juárez. Había salido abucheado y encolerizado. Escoltado de camaradas que le propinaban caricias verbales que intentaban animarlo y atenuar su pesadumbre: -“pinche gente ignorante, no los peles cels, cuando a esos imbéciles les dicen poesía, no saben más que de Benedetti o Sabines. Tus textos son más densos y roen el alma”-
Esas palabras eran de Elva, incondicional amiga del Cels. Fue quien más se aferró a acompañarlo esa noche, porque lo veía muy pedo y apesadumbrado por el fiasco del evento en el café. Elva le aguantó el paso hasta Bellas Artes, ahí se dio por vencida y le dio su bendición con la copa de vino que había sacado del evento –estás cabrón Cels, me preocupas, pero no soy tu madre, ahí te ves.- Se dio vuelta y vio la figura desgarbada de ese poeta abucheado atravesar torpemente el Eje Central. Lo miró maldecir a los mariachis quienes respondían mentándole la madre.
Increpaba a los mariachis porque decía, eran más putos que las putas. Se prostituían cantando pendejadas sin respetar la esencia del folclor. Gritaba voz en cuello, ¡-honren a José Alfredo, hijos de la chingada! ¡Ése sí era un gran poeta, culeroos!. Al terminar de decir poeta, se le ahogó la palabra. Se sintió sin autoridad para hablar de poesía, le reverberaban las risas y los pasos de la concurrencia que hacía unos momentos abandonaba el café bohemio. Llevado por la frustración, estrelló la botella de vino contra las cortinas del Taconazo Popis y caminó como zombi hasta recobrar conciencia de que estaba sentado en las escaleras de la iglesia de una extraña plaza.

Eran las mismas escaleras en las que ahora fumaba su cigarro sin saber qué lo había llevado hasta ahí este viernes extraño, lleno de simulaciones y escapes al vacío del olvido. Este viernes que se había planteado reventar en pedazos.
Al liberar la ceniza del cigarro, se miró la cicatriz que en la mano le había quedado como resultado de aquel botellazo a la cortina de la zapatería.

Recordó que ese lejano día del poeta humillado, mientras se chupaba la mano para limpiar la sangre, se tendió a lo largo de las escaleras resoplando la peda que traía e intercalando improperios al mundo.
Sin percibir el paso de las horas, estuvo tirado hasta que sintió que estaba rodeado por una bandita de cinco rapaces, cuatro hombres y una chava que sobresalía de los demás. Resaltaba no solo por su género sino por cierto encanto que vibraba con solo tenerle cerca. Los pillos lo veían jocosamente.-ya valió madres-, vaticinó el Cels al tiempo que lo basculeaban.
-No trae ni madres,- decían entre jalones a la gabardina y zapes a la cabeza. La única mujer de la banda, diestramente con sus dedos afilados y cadavéricos le tumbó el reloj. Al revisarle la bolsa trasera, le extrajo un cuadernillo de color verde. Era el cuadernillo de los poemas que recién había leído en el café: “Galería escorial” leyó ella trabajosa y pausadamente, volteando a ver a Celso a los ojos.

Galería escorial era el título de ese libraco de poemas con el que Celso intentó aquella noche magra abrir el mundo de sus ideales literarios. Ahora recordaba que no sólo era el poema que le dio título al cuadernillo, Galeria escorial también fueron las primeras palabras que le escuchó decir a la flais esa madrugada, en que ella con los gavilanes que la acompañaban, intentaron atracarlo.
Una profunda melancolía le invadió el alma. Celso no necesitó volver a palpar el sobre que traía en el saco, para que se le adelgazara el corazón. Bastó con evocar la noche en que se despidió la flais, o Diana o Fidelia, o como quiera que se haya llamado, porque lo que importaba ahora, era que ya no se llamaba. Para Celso todo se reducía a esa carta triste y el recuerdo del atraco fallido, desenlazado en amor hecho trizas.

Como hemorragia, le llegaron una a una las palabras de ese poema que en ese entonces escribió solo por desgarrar el papel, suponiendo sin sentir auténticamente, un amor piadoso. Ahora cerraba el círculo experimentando en carne propia las agujas que ese escrito intentó, infructuosamente, transmitirle a la audiencia del café bohemio:

Galería escorial

El viento enmudece el color de tus ojos.
El calor de tu cuerpo me observa desde un lugar como burlándose de la lejanía
En el color de tus labios adivino la ausencia de mi boca
En la piel del cielo dibujo con mi dedo tu cuerpo.
La lluvia oculta mi llanto.

Pesa sobre mi cuerpo el asco que siento en estos momentos por mí.
Tu silencio me aturde más que los programas de televisión
En el dolor de mis huesos yace el desamor de tu delgada figura a mi cama.
Te beso y me estremece la certeza que en poco tiempo la lámina que sostengo en mis manos terminara por descomponerse.

Celso volvió a ser víctima de la autopista en que a veces se convertía su mente, pensó ráfagas que le flagelaban las entrañas: Cómo adivinar lo que hay detrás de las palabras, cómo recuperar el halito de la muerte, cómo confundir la muerte con el amor, como confundir a los demás con nuestra extrema felicidad, qué es una mujer, un cuerpo, un rostro o sólo una esencia. Por qué la mano de la flais tocó mi poema, por qué mi poema tocó a la flais antes de conocerla, por qué su grupo de gavilleros tuvo que encontrarme en ese momento, cuando lo mejor habría sido desaparecer de la tierra, por qué todos ellos parecían eso … una galería escorial.
Las lágrimas se fueron secando del rostro de Celso y tras dar un suspiro largo y renovante, recordó súbitamente que sus camaradas lo esperaban en el bar de la Titania, se levantó de su estertor y siguió su camino.

Cómplices de este zafio libelo (por orden alfabético)
Lorenzo Escalante
Joaquín Torres
Octubre del 2005

* FOTOGRAFIA DE GON&ALO BORGUES. DERECHOS RESERVADOS.

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